lunes, 12 de agosto de 2013

SE PUEDE SER INFANTIL Y MADURO A LA VEZ

Por Maritchu Seitún

En nuestros chicos (y con un poco de suerte también en nosotros) conviven dos modos de ser y de acercarse al mundo y a las relaciones: uno infantil y otro maduro. El primero es irreflexivo, espontáneo, no tiene noción de tiempos, de espacio o de propiedad, se propone objetivos inmediatos, busca el placer y sólo puede ver su propio punto de vista, por lo que puede ofender, dañar a otros, o incluso hacer papelones: "Estás muy viejita", "tenés muchas arrugas", falta poco para que te mueras", o "ya tengo este autito que me regalaste", son frases que perfectamente podría decir un chiquito de 3 o 4 años a su abuela. Para ese modo infantil todo es "yo" y "ya". Pero también esa frescura le permite reírse a carcajadas, inventar juegos, moverse sin vergüenza, improvisar, pedir lo que necesita, crear, inventar, descubrir, bailar, jugar y andar despreocupado por la vida sin estar atentos. A veces, ni siquiera conocen los dictámenes del señor censor, ceñudo y criticón que suele dirigir la vida de nuestro segundo modo de ser: el adulto. Éste es sumamente responsable, serio, criterioso, reflexivo, pensante, con claras nociones de tiempo, espacio y propiedad, que puede esperar y frustrarse, esforzarse, trabajar en pos de objetivos no inmediatos, conoce las reglas del mundo y se atiene a ellas, y lo más importante: tiene en cuenta al otro ser humano que tiene cerca.
¿Cuál es el mejor? ¡La combinación de ambos! En los más chiquitos predomina el infantil pero, de la mano de padres que los aman y acompañan incondicionalmente siendo sus modelos de identificación (generosos, atentos, considerados, veraces), ellos van incorporando, internalizando esas pautas y desarrollando el modo de ser maduro al que todos deberíamos llegar.
En condiciones ideales, la modalidad infantil no se pierde sino que le va dando lugar a la madura sin desaparecer por completo, y es así como luego ese adulto puede comportarse civilizada y responsablemente sin perder la cualidad juguetona y espontánea de la infancia. Reírnos a carcajadas, darnos un buen baño de inmersión, comprar algodón de azúcar en la plaza y pegotearnos la nariz al comerlo, hacer pochoclo, jugar un picadito de fútbol entre amigos, charlar una tarde entera con una hermana, prender un fueguito, cantar, tocar un instrumento, pintar, hamacarse: cada uno sabe cómo mantener vivo a ese niño que tenemos dentro. Pero hacerlo no implica comportarnos de forma desadaptada o inmadura, sino acordarnos de disfrutar (y permitir que nuestros hijos lo hagan) de pequeñas cosas que nos llenan de energía para abordar con más fuerza nuestras tareas y responsabilidades. Haciendo caso a ese modo infantil, podemos salir a caminar bajo la lluvia en verano, despreocupándonos por un rato del peinado o la ropa mojada y... ¡qué placer hacerlo! También entrar a ducharnos y a ponernos ropa seca.
En algunos chicos se eterniza "el niño" que sigue queriendo vivir "a puro placer" y ser el ombligo del mundo de sus padres y de su entorno; mientras otros, en cambio, crecen muy pronto y abandonan el modo infantil convirtiéndose en adultos en miniatura. Son los que pierden la capacidad de reírse, de equivocarse, de asombrarse; se toman la vida muy seriamente, con el ceño fruncido y muy poca capacidad de disfrute.

El modo de ser adulto se mete en menos problemas, entiende más razones, es eficiente, trabajador y confiable, pero si sólo a él le damos lugar, es probable que nuestros hijos no quieran crecer, porque no vale la pena llegar a ser grandes si implica tantas renuncias. Permitamos entonces que nuestro niño aflore de a ratos y colaboremos para que nuestros hijos no escondan el suyo bajo siete llaves por miedo a nuestro rechazo, desilusión o enojo. Lo que de ninguna forma implica dejar de formarlos o educarlos.