Por
Maritchu Seitún
En nuestros chicos (y con un poco de suerte también
en nosotros) conviven dos modos de ser y de acercarse al mundo y a las
relaciones: uno infantil y otro maduro. El primero es irreflexivo, espontáneo,
no tiene noción de tiempos, de espacio o de propiedad, se propone objetivos
inmediatos, busca el placer y sólo puede ver su propio punto de vista, por lo
que puede ofender, dañar a otros, o incluso hacer papelones: "Estás muy
viejita", "tenés muchas arrugas", falta poco para que te
mueras", o "ya tengo este autito que me regalaste", son frases
que perfectamente podría decir un chiquito de 3 o 4 años a su abuela. Para ese
modo infantil todo es "yo" y "ya". Pero también esa
frescura le permite reírse a carcajadas, inventar juegos, moverse sin
vergüenza, improvisar, pedir lo que necesita, crear, inventar, descubrir,
bailar, jugar y andar despreocupado por la vida sin estar atentos. A veces, ni
siquiera conocen los dictámenes del señor censor, ceñudo y criticón que suele
dirigir la vida de nuestro segundo modo de ser: el adulto. Éste es sumamente
responsable, serio, criterioso, reflexivo, pensante, con claras nociones de
tiempo, espacio y propiedad, que puede esperar y frustrarse, esforzarse,
trabajar en pos de objetivos no inmediatos, conoce las reglas del mundo y se
atiene a ellas, y lo más importante: tiene en cuenta al otro ser humano que
tiene cerca.
¿Cuál es el mejor? ¡La combinación de ambos! En los más chiquitos
predomina el infantil pero, de la mano de padres que los aman y acompañan
incondicionalmente siendo sus modelos de identificación (generosos, atentos,
considerados, veraces), ellos van incorporando, internalizando esas pautas y
desarrollando el modo de ser maduro al que todos deberíamos llegar.
En condiciones ideales, la modalidad infantil no se pierde sino que le
va dando lugar a la madura sin desaparecer por completo, y es así como luego
ese adulto puede comportarse civilizada y responsablemente sin perder la
cualidad juguetona y espontánea de la infancia. Reírnos a carcajadas, darnos un
buen baño de inmersión, comprar algodón de azúcar en la plaza y pegotearnos la
nariz al comerlo, hacer pochoclo, jugar un picadito de fútbol entre amigos,
charlar una tarde entera con una hermana, prender un fueguito, cantar, tocar un
instrumento, pintar, hamacarse: cada uno sabe cómo mantener vivo a ese niño que
tenemos dentro. Pero hacerlo no implica comportarnos de forma desadaptada o
inmadura, sino acordarnos de disfrutar (y permitir que nuestros hijos lo hagan)
de pequeñas cosas que nos llenan de energía para abordar con más fuerza
nuestras tareas y responsabilidades. Haciendo caso a ese modo infantil, podemos
salir a caminar bajo la lluvia en verano, despreocupándonos por un rato del
peinado o la ropa mojada y... ¡qué placer hacerlo! También entrar a ducharnos y
a ponernos ropa seca.
En algunos chicos se eterniza "el niño" que sigue queriendo
vivir "a puro placer" y ser el ombligo del mundo de sus padres y de
su entorno; mientras otros, en cambio, crecen muy pronto y abandonan el modo
infantil convirtiéndose en adultos en miniatura. Son los que pierden la
capacidad de reírse, de equivocarse, de asombrarse; se toman la vida muy
seriamente, con el ceño fruncido y muy poca capacidad de disfrute.
El modo de ser adulto se mete en menos problemas, entiende más razones,
es eficiente, trabajador y confiable, pero si sólo a él le damos lugar, es
probable que nuestros hijos no quieran crecer, porque no vale la pena llegar a
ser grandes si implica tantas renuncias. Permitamos entonces que nuestro niño
aflore de a ratos y colaboremos para que nuestros hijos no escondan el suyo
bajo siete llaves por miedo a nuestro rechazo, desilusión o enojo. Lo que de
ninguna forma implica dejar de formarlos o educarlos.